lunes, 8 de junio de 2020

Diario de Escritora - "Salidas"


Sábado 16/5:
Hoy salgo, ya está decidido, hace una semana ya que habilitaron las salidas recreativas, pero me acostumbré tanto a estar adentro, a la rutina, que no me dan ganas ya de alistarme para salir, con todo lo que eso conlleva. Pero es lo más sano, desde que volví de Buenos Aires que no salgo de casa, solo dos veces, y en auto, a hacer unos mandados de menos de cinco minutos y andá a saber cuánto dure esto de las salidas recreativas. Además el día está muy hermoso, tal vez las salidas duren, pero el clima no creo. Me pongo una calza, musculosa, un buzo finito, barbijo, agarro la bicicleta y salgo. Qué raro se siente sentir todo ese aire fresco en la cara y aún así no poder respirar bien por el barbijo.
Voy hasta el fondo del pueblo, recorro las mismas calles, esas cuatro calles que en un momento ya no quería ver, las que usaba para ir y volver de la escuela, en pleno invierno, con las manos y los pies congelados, tan cortas pero que eran tan largas, debido a la cotidianeidad que significaban para mí. Ahora las veo distinto, tienen otro color, otro aroma, las disfruto. Llegando a la escuela siento que gritan mi nombre, hay como cuatro personas dando vuelta por ahí, todos tenemos barbijo, además no tengo muy buena vista así que no reconozco a nadie. Saludo al aire y continúo mi recorrido.
Me agarra calor, así que me saco el buzo. Llego a las calles de tierra, donde se ven más árboles, más cielo, se respira un poco más, aunque sea por los ojos. Hay muchísima gente, se siente raro ver a tantas personas juntas, pero distanciadas. Transito horizontalmente esas calles hasta llegar a el otro extremo, el canal. Ya se están haciendo las seis, y comienza a refrescar, además tengo los brazos brotados, reacción alérgica de quien sabe qué. Bajo un poco, pasando la avenida y me detengo un rato al lado de un fragmento del arroyo. Observo el parque, en mi opinión lo más bello de Pigüé, ahora cerrado y destruido debido a una tormenta anterior a la cuarentena que se llevó muchos de sus árboles por delante. Recuerdo la última vez que estuve allí, la noche antes de volver a la ciudad, tomando mates, riendo con amigos.
En cuanto me decidí a seguir por la recta del tenis, noto el comienzo de la ruta, está completamente vacío, por lo que me decido a ir por allí y entrar por las calles de tierra, rodeadas de árboles, que están en el extremo opuesto del que me había dirigido en primer lugar. Saliendo de ahí, una pequeña recta, un par de calles, y nuevamente en casa.


Viernes 22/5:
Son las 11 ya, sé que tengo que ir, pero..¿salir?.. tengo ganas, pero hace un rato abrí la ventana de mi cuarto y entro un frío helado que me obligó a abrir la persiana y cerrarla de inmediato. Al menos hay sol, pero..¿cómo sé desde acá adentro que ese mismo me va a abrigar? Dejé las cosas de la facultad y me empecé a cambiar... ¿y ahora? ¿cómo salgo? si me olvidé toda la ropa en Buenos Aires, del apuro agarré la valija con lo que tenía a mano.. y no eran cosas muy de invierno que digamos. Busco en todas las habitaciones de la casa abrigo y, con lo que encuentro, agarro la bicicleta y salgo.
El aire se siente hermoso, el sol abriga, y de a poco voy entrando en calor. Observo las calles, las veredas, hay bastante gente, lo que una mañana a esta hora sería raro un día común. Otra cosa que resulta peculiar es ver que tantas cosas cerradas, da un clima raro a la calle. Llego a la librería, dejo la bici apoyada en un árbol, hay dos personas dentro, me quedo esperando afuera. Me cruzo gente conocida, saludo, cuanto tiempo desde que no pasaba eso. Se van, yo entro.
- “Si, ¿que necesitas?”
Me quedo pensativa unos segundos observando el plástico del mostrador, hace mucho que no salía a hacer compras. Envío unos archivos que tenía que imprimir por WhatsApp, mientras espero van entrando, de a una, personas con barbijo. Me siento incómoda, no se si salir o esperar ahí. Me quedo quieta, tomando distancia. En menos de diez minutos ya estaba todo, compro unos resaltadores y salgo. Agarro la bicicleta y emprendo mi regreso, voy disfrutando del aire cada segundo, paso por la plaza, donde se siente más, no quiero meterme nuevamente adentro. Llego a casa, y recuerdo no quedaba queso crema, lo aprovecho como excusa, ya estaba vestida y con todos los recaudos, debía aprovechar la salida. Nuevamente apoyo la bici en un árbol, en el almacén había más cola aún, pero espero tranquila, tengo tiempo. Entro, busco lo que necesito rápido, pago y me voy. Agarro la bici y emprendo mi regreso, es corto, queda cerca, así que llego muy rápido. De nuevo a encerrarse.

Viernes 29/5:
Me despierto, mientras desayuno, miro la tele. “Brasil: más de 26mil contagiados en las últimas 24 horas”. Increíble, ¿no? y acá aún todos paranoicos porque todavía nada llega.
Subo, como siempre, me siento a hacer algunas cosas de la facultad, pero no tengo más hojas y debo sacar unas fotocopias, lo que me obliga a salir. Nueve y media de la mañana, miro por la ventana, está nublado, tiene pinta de hacer frío. Me cambio, me abrigo, agarro la bicicleta y salgo. El frío seco choca contra la mitad de mi cara, pues en la otra mitad me protege el barbijo. Empiezo a pedalear, voy entrando un poco en calor. En el camino recuerdo que le debo un regalo a una amiga y paso por el kiosco. La última vez que había ido te atendían por la ventanilla, ahora dejan pasar de a uno. En el instante en el que apoyo la bicicleta en la pared sale un hombre, por lo que no tuve que esperar y entré. No entraba allí desde vacaciones de verano, di una mirada rápida y salió una mujer a atenderme. Tomo un alfajor, un chocolate, pago y salgó, había tres personas esperando ya. Me subo a la bicicleta y de nuevo a pedalear.
Llegué a la librería, apoyé la bici en el mismo árbol de la otra vez y esperé un instante a que saliera una persona y entré. Le envié el documento, elegí las hojas, la típica charla de cuando vas a comprar algo a algún lugar y te atienden bien, pagué y me fui.
Con el celular en la mano, el alfajor en el bolsillo y la mochila a medio poner, pedaleé hasta lo de mi amiga, quien vive a dos casas de la librería. Ya le había mandado un mensaje, así que me esperó afuera. Con reja entre medio y asiento de bicicleta, le dí el regalo, nos reímos un rato una pequeña charla y a seguir. Esas son las cosas que más se extrañan, el poder pasar y no quedarse afuera, sino entrar, sentarte, tomar unos mates, jugar un truco… pero bueno, todo es cuestión de paciencia.
Aproveché que estaba cerca y visité a mis abuelos, a quienes no veía hace más de un mes. Una visita distante, pero con todo el amor del mundo. Se alegraron mucho de verme y yo a ellos. Charlamos un rato con el barbijo puesto y a metros de distancia. Luego emprendí la vuela a mi casa, el frío parecía cada vez más fuerte pero volví feliz, feliz de poder haber visto a personas que quería, feliz de poder habernos sacado una sonrisa mutua que tanta falta hace en estos momentos.

Domingo 31/5:
Termino de entrenar, agarro el celular, 17:35, si quiero salir debo hacerlo ya. El día está feo, pero lo deseo profundamente porque ayer estaba peor. Además debo llevarle a mi abuela unas oraciones que me pidió que imprimiera. 
Subo, me pongo algo un poco más abrigado, agarro la bicicleta y salgo a toda velocidad. El aire se sentía hermoso, más hermoso que otros días incluso, siento que puedo respirar mejor. Huelo, huelo ese olor a humedad de después de la lluvia. Me cruzo a un par de personas y, de repente, me doy cuenta de que algo me faltaba. Veo a una mujer y lo noto... ¡EL BARBIJO! 
A toda velocidad retrocedo las dos cuadras ya realizadas, abro la puerta de casa, corro hacía mi pieza, lo tomo y vuelvo a salir a todo lo que me dan las piernas. Ahora ya se sentía todo más normal, una vuelta a esta nueva normalidad, más fea, pero ya normal. 
Subo cuatro cuadras hacia la avenida, en la escuela doblo y comienzo a bajar en dirección a la casa de mis abuelos. Llevo los papeles en un bolsillo interno de la campera y el celular, llaves y pañuelitos en los externos, no me gusta cargar con una mochila cuando voy en bici.
Pasando la plaza me cruzo a dos amigas que iban caminando, las saludo, con alegría, pues hace mucho que no las veía. Bajo por esa cuadra que tanto me divertía de niña por su gran bajada, un par de cuadras y llego a lo de mis abuelos. Me acerco a tocar timbre, cuando veo que muy alegres vienen a recibirme mis perras detrás de las rejas. Toco, sale mi abuela, adentro estaban mi hermana y mi mamá, dejo la bici afuera, entro un ratito a saludar y continúo mi camino. Sigo esa cuadra hasta el fondo, hasta el canal y, antes de cruzarlo, doblo. Bajo hacia el parque, ya no tan apurada, disfrutando de la media hora que me quedaba.
Paso por el molino, mirando hacia el parque, deseando entrar a ese lugar tan verde y tan prohibido en este momento. Continuo por la plaza de la salud, la recta del tenis y sigo más allá, por una calle desierta parecida a una ruta. Hasta que se comienza a ver un montículo inmenso de tierra que bloquea el acceso, llego hasta allí y regreso. El sol se va ocultando, disfruto de ese paisaje tan natural, del aire pegando en mi cara. Los colores se van volviendo más oscuros y aquellos espacios en los que hace minutos había gente quedaron desiertos. Al llegar a la salida, doblo hacia el puente que da a la otra salida del pueblo. Aquella subida donde se ve que el sol muestra sus últimos destellos, a cada pedaleada, siento que estoy más cerca de ese cielo rosado, me lleva un camino iluminado con luces que parecen pequeñas estrellas, es hermoso. Llego al límite, me detengo unos segundos más a admirar semejante atardecer y emprendo mi regreso. Ya no debe quedar mucho tiempo, así que me apuro, un poco. Voy por la avenida, paso por el centro, hago una cuadra de más y doblo. Paso el montón de hojas secas que recubren toda la vereda con la rueda de la bicicleta, se escucha su delicado crujir. Doblo, se ve el último rayito de sol, me detengo y le saco una foto. Sigo esa última cuadra a mi casa. Llego a la puerta, suena la sirena.


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