Hace mucho tiempo atrás, en un inmenso teatro del centro de
una gran ciudad, gané una guitarra. Había sido un día agitado, cansador, hasta
agobiante diría. Tenía entradas para un espectáculo que se realizaba a
beneficio de un hospital, creo, no me acuerdo muy bien. Llego a mi casa, con
las manos heladas, las uñas violetas, los pies escarchados y siento eso, siento
el calor, ese que sale de la chimenea del living, ese que hace que me quiera
tirar en el sillón a leer un libro, ese que hace que no quiera salir de allí,
como si estuviese en un cubo térmico que me protege de todo. ¿Cómo salir ahora?
Después de haber estado en la calle todo el día, de acá para allá, trabajando.
Me siento en el sillón, se escuchaba el tictac del reloj, lo miro, eran las
siete y media. El cuerpo me pesa, los ojos también, se van cerrando
lentamente…RIIIING, suena el teléfono, me cuesta pararme, porqué tuve que poner
un ringtone tan fuerte e irritante, me pregunto. Atiendo, con voz de
entredormida:
-¿Hola?
-A que no te cambiaste.. DALE APURATE QUE
LLEGAMOS TARDE!!! Yo ya estoy saliendo, te encuentro en la puerta a las ocho.
Corta, sin siquiera dejarme hablar para expresarle mi
cansancio. No sé ni para qué voy, no es que me fascine esa música, bueno o al
menos no tanto como quedarme al lado de la chimenea, abrigada, protegida,
hacerme un café, y quedarme mirando una película. Pero bueno, si la dejo
después se va a enojar, además no me vendría mal una pizza con unas birras
después del teatro.
Ya son ocho menos cuarto, queda cerca, pero no tanto, aún
debo cambiarme y maquillarme, no se puede ir así nomás a una gala de semejante
magnitud. Abro el armario, ojeo lo que tengo, saco un vestido. Quedaría muy
bien, pero observo la ventana, se ven hojas volando, como si el viento las
moviera con cierta violencia incluso. Eso hace que cambie de opinión. Saco del
cajón un jean negro, tiene muy buen calce, pero no lo uso mucho, es ideal para
la ocasión. Una blusa beige que tenía colgada hace tiempo en la percha, con
unos detalles bordados en la zona de los hombros y un blazer bordó que hace
juego a la perfección. Me pongo las botas negras, me maquillo un poco y bajo.
Ya son las ocho, se escucha el teléfono nuevamente, atiendo apurada, sabiendo
lo que se me venía, y digo rápidamente:
- Anda entrando, estoy a cuatro cuadras, en cinco llego.
Cuelgo antes de darle tiempo de contestarme. Agarro un
tapado negro, como para estar bien abrigada, y salgo de prisa. Tomo el subte
que está a una cuadra de casa y me deja a una del teatro, serán cinco
estaciones, aproximadamente. Pero no llegaba, y yo cada vez me impacientaba
más. Estoy a punto de subir la escalera, cuando se siente una vibración, por
fin llegó. Me subo, y bajo en la estación correspondiente. Camino esa cuadra a
la velocidad de un rayo y llego al teatro. Se escucha la música, ya arrancó,
pero por suerte las puertas continúan abiertas. La única persona afuera es una
anciana, la noto medio desorientada, así que le ofrezco mi ayuda. Entramos
juntas sigilosamente para no llamar la atención y, como los asientos no eran numerados
y claramente no iba a encontrar a mi amiga entre tanta gente, nos sentamos
juntas en un palco libre del fondo.
Disfrutamos el show juntas y en una pausa que hubo en el medio, me contó
acerca de su vida. Venía de Europa, había llegado a los 13 años aquí, me contó
que desde chica disfrutaba el sonido de la guitarra, que ella la tocaba, pero
ya no podía hacerlo por un problema en los músculos. Me relató su vida, llegó a
Argentina sin un peso, habían estafado a su familia y se la habían tenido que
arreglar como podían. Un mediodía caluroso había tenido que vender su vieja
guitarra para poder dar de comer a sus siete hermanos. Un par de años más
adelante la casaron, por conveniencia, con un hombre de muy buena posición. Con
el tiempo aprendió a quererlo, aunque nunca lo amó. Era muy buena persona y se
llevaban muy bien, aunque ella se sentía aprisionada dentro de esa enorme casa
en medio del campo. Su suegra la maltrataba, la hacía sentir completamente
inútil, por no saber cocinar bien o no limpiar tan velozmente como debía. Pero
ella tan solo tenía 15 años, era una niña. En su segundo aniversario, él le
regaló una guitarra. Era una guitarra criolla, de madera, clarita, con algunos
detalles en su caja, a la que ella talló su nombre en la parte inferior.
Aquella le otorgaba ciertos poderes, la transportaba a otra dimensión, donde
sus problemas desaparecían, donde era libre.
Allí era feliz, encontraba el amor que había perdido cuando la habían
separado de su familia, nadie la juzgaba, no había críticas, podía recuperar su
juventud y sentirse plena.
Al final de la gala había un sorteo, recuerdo que eran diez
premios, entre ellos, una guitarra. La señora me dijo, con su voz quebrada:
“Vas a ver que me la voy a ganar, y te la voy a regalar, así aprendes a tocar”.
Yo la observé, aquello me parecía una locura de ella, algo que claramente no
iba a ocurrir, el teatro estaba lleno, cualquiera se la podía ganar, así que le
juré que iba a aprender a tocarla. Sacan un número, el 29, el suyo.
Sorprendida, me ofrecí a buscarla, para que ella, tan débil, no tuviese que ir.
Pero, cuando volví, ya no estaba. El espectáculo no había finalizado aún, y las
puertas estaban cerradas. A su paso, no podía haber desaparecido tan rápido. Pregunté
a la gente de seguridad si la habían visto salir, pero me dijeron que no.
Estará en el baño, pensé. Pero al finalizar el espectáculo, ella aún no había
vuelto. Me fijé en los baños, miré detalladamente a todo el público, ojeaba
quienes iban saliendo, pero jamás la volví a ver.
Aún tengo esa guitarra, y cumplí mi promesa, aprendí a tocarla. Ahora en los días
agobiantes, cansadores, de frío, en los de calor, en los tristes, en los
alegres, cada vez que la toco, me transmite eso, esa paz, esa plenitud. Aún me pregunto
que habrá ocurrido con la señora. Sin embargo, el otro día estaba tocando y al
detenerme mi mano rozó el borde inferior de la caja. Sentí como algo medio rasposo,
algo que no había sentido en todos estos años, pensé que se había astillado o
algo así. Pero, al observar que era lo que mi mano tocaba, lo ví. Allí estaba,
pequeño, gastado ya por los años, se notaba que era hecho a mano, prolijo y hecho
con increíble dedicación. Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo en ese
objeto tan importante para mí desde hace tanto. Tuve que detenerme media hora a
observar eso para asegurarme de que aquello no era un delirio mío. Pero sí, ahí
estaba, escrito, “Magnolia”.
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